Capítulo 31: Subestimé el Camino De Santiago

... y eso me pasó factura 😅

¡Hola, viajero/a!

La anécdota de hoy no pasó en Asia, sino mucho más cerca… en España! Pero ya sabéis que cada semana os traemos buenas aventuras que hemos vivido, y esta no la queríamos dejar pasar.

▶︎ Recuerda que cada semana os enviamos una anécdota NUNCA CONTADA ANTES con una moraleja final y consejo viajero que podéis utilizar. Si quieres leer otros capítulos anteriores puedes hacer clic aquí.

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Lo que nos ocurrió en España - Capítulo 31:
Subestimé el Camino De Santiago

Esta historia es bastante reciente. Ocurrió durante las diez etapas que hicimos en el Camino de Santiago, esa aventura que empezó con euforia, promesas y fotos grupales con las mochilas aún limpias, y terminó con pies destrozados, músculos en huelga y un profundo respeto por todo aquel que alguna vez llegó caminando hasta Finisterre.

Nuestro plan era claro: recorrer el Camino Francés desde Sarria hasta Santiago, y luego seguir hasta Muxía y Finisterre, completando así el recorrido más espiritual y simbólico de todos. Al principio todo fue perfecto.

La etapa de Sarria a Portomarín nos recibió con un clima ideal, aldeas encantadoras y ese entusiasmo que te empuja más que los propios bastones. La siguiente, de Portomarín a Palas de Rei, nos recordó que el Camino también tiene su carácter: subidas interminables, bajadas crueles y la sensación de que el horizonte se aleja cada vez que lo alcanzás.

Pero el verdadero problema comenzó en la etapa siguiente: Palas de Rei hasta O Pedrouzo, la famosa “rompe piernas”.

Aunque en el papel no era la más dura, y aunque la parada en Melide para comer pulpo nos devolvió el alma al cuerpo, algo empezó a torcerse.

Seis meses antes del viaje, mi cuñado y yo nos habíamos comprado unas Salomon de montaña, convencidos de que eran las mejores para enfrentar cualquier terreno. Las habíamos estrenado con tiempo, pero solo en salidas cortas, de un par de horas. No sabíamos —y pronto lo descubriríamos— que lo que en la tienda parecía amortiguado como una nube, en el Camino se sentía como clavar los pies sobre un rallador de queso.

Tenían un agarre espectacular, sí… pero la amortiguación era inexistente. Cada bajada era una cuchillada en las rodillas.

Aún así seguíamos avanzando, entre risas, paisajes y conversaciones peregrinas, hasta que, a tres kilómetros de llegar al albergue, sentí un dolor agudo en el empeine derecho.

Al principio lo ignoré, típico error de orgullo masculino, pero en cuestión de minutos cada paso se convirtió en una tortura. Llegar fue un suplicio.

Cuando me saqué el calcetín, el empeine estaba hinchado, rojo y duro como una piedra.

Pensé que era sobrecarga, así que descansé un rato, cené algo liviano y me acosté confiado en que al día siguiente estaría bien. Pero esa noche el Camino tenía otros planes.

A mitad de madrugada, un retorcijón me despertó de golpe. Fui al baño y me encontré con la primera de una larga serie de visitas. Lo que siguió fue una diarrea galopante que me tuvo yendo y viniendo casi diez veces en una sola noche. Cuando amaneció, estaba sin fuerzas, con un pie que parecía una empanada mal cerrada, y toda una etapa por delante.

Mi objetivo para ese día era simple: no morirme ni cagarme en el Camino.

El cuerpo, por suerte, se apiadó de mí. Mi estómago se comportó, y el pie, aunque dolía, me permitió avanzar… hasta que faltaban unos tres kilómetros para llegar a Arzúa.

Ahí el dolor volvió con tanta fuerza que terminé arrastrándome hasta el final.

Decidí cambiar de estrategia y dejar las botas demoníacas por mis Ultra Boost, las de toda la vida. Algo mejoró, pero la inflamación siguió conmigo durante más de 200 kilómetros, como una sombra dolorosa.

Hubo momentos en los que pensé seriamente en abandonar. La hinchazón empezó a extenderse por el tobillo y aparecieron manchas en la pierna. En cada albergue, Patri me insistía en que me tomara un día de descanso, pero yo seguía, por pura tozudez y por esa sensación de que rendirse era peor que el dolor.

Hasta que uno de mis amigos del grupo me dijo algo que cambió la perspectiva:

“Che, ¿y si no es sobrecarga? ¿Y si te picó algo?”

Y ahí todo encajó.

La inflamación repentina, el dolor localizado, el malestar estomacal de esa misma noche… No podía ser coincidencia.

Empecé a tomar un antihistamínico, y poco a poco el pie fue deshinchándose.

Nunca supe exactamente qué fue lo que me picó. Puede haber sido en alguno de los hostales —por más limpios que fueran, pasan miles de peregrinos por día— o quizá en una de esas paradas donde me sacaba las zapatillas para que los pies respiraran al sol. Da igual. Lo cierto es que una simple picadura me puso al borde de abandonar un viaje que había soñado durante años.

No fui el único.

El hermano de Patri tuvo que dejar el Camino a mitad de recorrido. Su rodilla se inflamó tanto que seguir era ya peligroso.

En esos momentos entendí que el Camino no es solo caminar: es enfrentarte a vos mismo, a tus límites, a tus dolores y a tu cabeza.

Y que, a veces, el cuerpo se queja solo para recordarte lo frágil que sos.

Cuando finalmente llegamos al Faro de Finisterre, con el mar rugiendo frente a nosotros y el viento golpeando la cara, todo cobró sentido.

Cada paso valió la pena.

Cada ampolla, cada músculo agarrotado, cada baño improvisado y cada noche de ronquidos compartidos en albergues. Todo formaba parte del mismo viaje: uno que no termina en Santiago, sino cuando te das cuenta de lo que sos capaz de soportar.

Moraleja y Aprendizaje de la Historia

Siempre creí que el Camino se trataba de resistencia física, de kilómetros y mochilas ligeras. Pero ahora sé que se trata de corazón. Porque cuando el cuerpo te pide parar, solo el corazón te hace seguir.

Y si algo aprendí de todo esto, es que el Camino no te enseña quién sos cuando estás bien, sino quién sos cuando todo te duele.

Y sí, tal vez una picadura me hizo cojear medio recorrido, pero también me enseñó que a veces lo más pequeño puede poner a prueba lo más grande: tu voluntad.

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