Capítulo 30: La noche en Tanzania que jamás olvidaremos

Y cómo ya no dormimos igual 😅

¡Hola, viajero/a!

Si nos seguís en Instagram, veréis que estamos subiendo cosas del viaje a Tanzania de Patri… pues la historia tiene que ver con el viaje de safari, pero de aquel que hicimos juntos allá por 2020, mucho antes de que ella empezara a trabajar en una agencia de safaris y de que haya regresado por su cuenta varias veces.

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Lo que nos ocurrió en África - Capítulo 29:
La noche en Tanzania que jamás olvidaremos

Era nuestro primer safari y todavía recuerdo la mezcla de nervios y fascinación que sentimos al subirnos por primera vez al coche que nos llevaría a recorrer los parques del norte del país.

Los primeros días fueron un sueño. El Tarangire nos recibió con sus baobabs gigantes y elefantes bañándose en los ríos. El Ngorongoro, con su cráter inmenso y esa sensación de estar dentro de una película de otro planeta. Pero nada nos preparó para lo que sentimos cuando finalmente llegamos al Serengeti.

El Serengeti es una palabra que se queda corta para lo que representa. No es un paisaje: es una extensión infinita de vida salvaje, una especie de océano de tierra donde todo se mueve y todo late. El horizonte parece no tener fin.

Hay un silencio que, si lo escuchas bien, está lleno de sonidos: los graznidos de las aves, el viento que dobla la hierba, los bramidos lejanos de algún búfalo. Es el tipo de lugar donde uno se siente pequeño, insignificante, y al mismo tiempo, privilegiado de poder estar allí.

Llegamos al atardecer, justo cuando el cielo se tiñe de naranja y los animales empiezan su danza nocturna. El aire olía a tierra húmeda y pasto recién cortado. Esa noche dormiríamos en un campamento dentro del parque, en una tienda de campaña en medio de la sabana más famosa del planeta. La idea, en el papel, sonaba romántica, casi poética. Pero una vez que bajamos del coche y vimos la inmensidad que nos rodeaba, la poesía se convirtió en respeto.

Las normas eran claras: no se podía tener comida dentro de la tienda, porque los animales seguían el rastro de los olores; al caer el sol, estaba prohibido caminar sin ser acompañado por alguien del campamento; y, según nos dijeron, los animales pensaban que las tiendas eran rocas, por lo que no nos atacarían. A mí me sonó a una explicación más para tranquilizar turistas que a una verdad científica, pero decidimos confiar.

Las tiendas de campaña del Serengeti

Cuando el sol se escondió del todo, hicimos las señales con la linterna para que nos fueran a buscar a cenar. Al poco rato, una luz respondió desde la distancia, y un joven del campamento apareció con una sonrisa. Caminamos detrás de él entre los pastos altos, con el corazón acelerado por cada crujido bajo nuestros pies. La base del comedor era una gran carpa, abierta por los cuatro costados, donde una mesa larga nos esperaba con comida local. Arroz, verduras, salsas picantes, pollo y curry. Todo cocinado al fuego. Comíamos con nuestro guía, Joshua, mientras frente a nosotros la oscuridad de la sabana nos recordaba que no estábamos solos.

De repente, Joshua dejó de hablar. Su mirada seguía fija en el horizonte. Sin levantar la voz, dijo:

—Hay una hiena a diez metros.

Nos quedamos paralizados. Él encendió su linterna y el haz de luz iluminó una figura enorme, caminando con calma a pocos metros de donde estábamos. Era una hiena. Y no una como las de los documentales, pequeñas y caricaturescas: era un animal imponente, musculoso, de patas largas y mirada amarilla. La vimos pasar frente a nosotros como si nada, y desapareció en la oscuridad. Joshua volvió a su plato. Nosotros apenas podíamos respirar.

Cuando llegó el momento de volver a la tienda, sentimos una mezcla de emoción y miedo. Nuestra tienda era la última del campamento, y el camino hasta allí atravesaba una hilera de pastizales. Un chico del campamento nos acompañó con una linterna. Iba relajado, casi divertido, mientras nosotros caminábamos tiesos, girando la cabeza a cada ruido. El tipo, viendo nuestras caras, decidió agregarle dramatismo al asunto:

—Si una hiena los sigue, corran en zigzag —dijo riendo.

No sé si fue más el chiste o el entorno, pero en ese momento escuchamos, de algún lugar cercano, una risa de hiena. Es un sonido imposible de olvidar, mezcla de carcajada y grito, como si alguien se riera desde la garganta de un demonio. Otra risa respondió desde la distancia. Y otra más.

El chico nos miró y, completamente serio, susurró:

—No se muevan. Nos están acechando.

Apuntó la linterna hacia adelante, y lo que vimos nos dejó sin aire: una veintena de ojos brillando en la oscuridad. Patri me apretó el brazo con tanta fuerza que casi me rompe la muñeca. Yo sentí el cuerpo paralizado, esperando el zarpazo final. Hasta que el guía se largó a reír a carcajadas.

—Son impalas —dijo—. Tranquilos, no muerden.

El susto fue tal que tardamos varios minutos en recuperar el habla. Finalmente llegamos a la tienda, cerramos la cremallera como si fuera una muralla de acero y nos tiramos en la cama con el corazón latiendo en la garganta. Afuera, la noche se extendía en miles de sonidos: grillos, rugidos, el viento golpeando la lona. Era un espectáculo hermoso y aterrador.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que el sueño nos venció. Pero en algún momento de la madrugada, Patri se despertó. Escuchó un ruido suave, como un roce. Luego, la pared de la tienda empezó a moverse, a doblarse hacia adentro.

Algo enorme estaba al otro lado. Podía escuchar su respiración, profunda, pausada, inflando y desinflando la tela de la tienda justo donde estaba la cabecera de la cama. Patri no se animó ni a moverse. Me contó después que se quedó completamente quieta, sin siquiera atreverse a tocarme para despertarme.

El animal se quedó unos segundos respirando, hasta que, de repente, se escuchó un sonido inconfundible: un chorro largo, constante, cayendo justo al lado de la cama. Se estaba meando. Una catarata. Patri, inmóvil, sintió que la lona temblaba con cada movimiento de aquel gigante invisible.

A la mañana siguiente, me lo contó con los ojos todavía abiertos como platos.

—Respiraba como una vaca —me dijo—. Estoy segura de que era un búfalo.

Joshua confirmó su sospecha entre risas. Probablemente, uno de los búfalos que merodeaban por el campamento se había rascado en nuestra tienda antes de descargar toda su vejiga contra ella.

Así luce un búfalo africano, uno de los Big 5

La noche siguiente, los rugidos nos despertaron antes del amanecer. Sonaban tan cerca que pensé que lo había soñado. Pero en el desayuno, Joshua nos lo confirmó con naturalidad: una manada de leones había pasado por el campamento esa madrugada.

El resto del viaje siguió por Zanzíbar, con playas blancas y agua turquesa, pero algo había cambiado. Ya no mirábamos los animales de la misma manera. Dormir en medio del Serengeti nos había hecho entender que la naturaleza no nos pertenece, solo nos tolera un rato.

Dormir en esa tienda fue una de las experiencias más intensas de nuestras vidas. Aprendimos que, por mucho que planees un viaje, la naturaleza siempre tiene la última palabra. Y a veces, esa palabra llega en forma de búfalo con ganas de mear.

Moraleja y Aprendizaje de la Historia

El Serengeti te enseña humildad. Te recuerda que el mundo no gira alrededor tuyo, sino que sos apenas una pieza diminuta dentro de algo mucho más grande. Y si tenés suerte, esa lección te la da un león a lo lejos… y no un búfalo al lado de la cama.

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